Reflexiones posoperatorias

Hace un par de semanas, un par de días menos, me hicieron una cirugía ginecológica. Todo empezó cuando en octubre tuve un ataque de dolor punzante, intenso, en el lado derecho de mi vientre bajo. Fue un dolor algo inusual para mí, acostumbrada a los cólicos menstruales dolorosos desde mi primer periodo a los doce años. Aquel día aún no menstruaba, así que no entendía la causa del dolor. Si bien mis síntomas premenstruales se habían intensificado a lo largo de los años, un dolor así, sin flujo menstrual, no era parte del paquete. 

Preocupada, le pedí una cita a mi ginecóloga de entonces, quien me dijo que el tumor benigno que me había encontrado tres años antes en el ovario izquierdo ya no estaba, pero que ahora tenía otro en el derecho. Me sugirió entonces que era hora de una cirugía para extraer mis dos ovarios, pues ambos parecían estar afectados. Y aunque eso me produciría una menopausia quirúrgica, adelantada casi una década, según el promedio de las mujeres mexicanas, los daños (riesgo cardiovascular, descalcificación que puede llegar a osteoporosis y cambios emocionales) podrían paliarse con reemplazo hormonal. 

En aquel momento, temerosa y harta del dolor, aquella opción me pareció sensata. Sin embargo, mi cuerpo, más inteligente que mi conciencia, comenzó a decirme que no se sentía tan seguro. ¿Cómo? Con síntomas de ansiedad como insomnio, falta de concentración, sensación de falta de aire y molestias digestivas cual gastritis, colitis y demás. 

Cuando le conté a mi psiquiatra/terapeuta de la cirugía que se acercaba, me sugirió que buscara una segunda opinión. Habiéndolo platicado con mi pareja y pensado por unos días, opté por consultar a otra médica, recomendada por una amiga en cuyo criterio médico confío por completo. 

En la nueva consulta, la valoración anterior volvió a surgir: no se veía un tumor en el ovario izquierdo, pero sí algo en el ovario derecho. No obstante, la nueva doctora no recomendaba la operación sin antes estar segura de lo que veía. Me pidió entonces algunos estudios para evaluar con mayor precisión los hallazgos. El médico radiólogo confirmó que el tumor izquierdo seguía presente y que, aunque no tenía indicios de ser maligno, convenía extirparlo ya, pues no sólo no se había reintegrado, sino que parecía estar alojado en mi ovario entero. 

Así, tomé la decisión de hacerme una cirugía laparoscópica con esta nueva ginecóloga, para sacar aquel cuerpo extraño y someterlo a un estudio de laboratorio. 

Antes de la operación, con el apoyo de mi pareja, organicé todo lo mejor que pude. Busqué una fecha que afectara lo menos posible a mis estudiantes y que me permitiera prepararme poco a poco. Hice ejercicio constante, rectifiqué mi alimentación, me hice los estudios preoperatorios y avisé en mi trabajo que tendría licencia médica por lo menos tres semanas. Aunque estaba nerviosa, pues nunca antes había atravesado una intervención quirúrgica, y menos con anestesia general, pude llegar a la fecha agendada convencida de que estaba haciendo lo correcto. 

El día de la cirugía, como suele pasar, a pesar de mis preparativos, algunas cosas no salieron como esperaba. En el hospital la persona encargada de hacer los paquetes operatorios no había liberado el mío, así que no podían internarme hasta que eso ocurriera. Había llegado temprano, acompañada, con el ayuno requerido y el dinero listo para hacer el pago, pero todo se retrasó un poco, mientras yo perdía la calma de la mañana y volvía a sentirme nerviosa y mi pareja intentaba contenerme. 

Cuando finalmente me bajaron al área de quirófanos y esperaba en un cubículo, comencé a arrepentirme. “Debí decir que no a todo”, pensé nerviosa. Entonces apareció mi doctora con el otro médico que también me operaría, y los vi tan tranquilos que pude recuperar la calma. 

En el quirófano recordé una experiencia de un par de décadas atrás, la única vez que había estado en una sala de operaciones, aunque sin ser sometida a una cirugía como tal. Por entonces tuve un aborto. Tenía diecinueve o veinte años, según recuerdo, y fui acompañada de mi madre y mi novio de aquel tiempo. Ese embarazo había ocurrido más que nada, pienso, por una sentencia que se quedó en mi inconsciente: “No vayas a tener un accidente”, me había advertido mi mamá cuando le dije que me iría de viaje con mi novio. Y dicho y hecho, un accidente ocurrió con un condón. Tomé entonces las dosis hormonales de emergencia, pero me produjeron náuseas terribles, así que las vomité. Como estaba consciente de todo aquello, las semanas siguientes fui sintiendo algunos cambios en mi cuerpo. Recuerdo sobre todo una sensación en los senos que nunca antes había sentido. Mis amigas decían que era normal, que seguro no estaba embarazada, pero yo sabía lo contrario. Por eso investigué, antes siquiera de tener un retraso, dónde y cómo podía hacerme un aborto. Mis amigas me recomendaron un lugar donde hacían una “absorción” en lugar de un legrado, así que platiqué con mi novio, mi mamá y, más tarde, con mi papá y lo planeé todo. Algo importante para mí fue disculparme con aquel ser en potencia, despedirme de él (casi seis años más tarde soñé que tenía un hijo de cinco años llamado Mariano) y explicarle que en ese momento no quería tener hij@s y que lo mejor para sí y para mí era abortar. 

En aquella ocasión recuerdo haber entrado al quirófano, platicar con el personal médico, haber sentido una inyección y perder el sentido. Cuando volví en mí, todo había pasado. En el auto de vuelta a casa comencé a sentir un dolor intenso en el vientre, como un cólico fuertísimo que me tuvo en cama unos días. Recuerdo que mi papá me llamó por teléfono y me sugirió, por recomendación de una exnovia suya que se había encontrado, que llorara mucho si lo necesitaba. No lloré. Me sentía segura de mi decisión, de haber hecho lo correcto, pero recuerdo su llamada con cariño, como el apoyo incondicional de mi mamá. 

En esta cirugía el acompañamiento incondicional fue de mi pareja, y en el quirófano me fijé en lo limpio y bien equipado del espacio. Incluso, ya adentro, nos reímos todos cuando me pusieron una gorra en la cabeza, porque mi cabello no cabía. El enfermero me dijo que me pondría una sonda en el tracto urinario y tuve tiempo todavía de hacerle un par de preguntas a la anestesióloga mientras escuchaba a mi doctora y al otro médico conversar sobre algún chisme de hospitales. Eso me tranquilizó. Pensé que, si se sentían tan confiados y en calma, era porque sabían lo que hacían y tenían todo bajo control. 

De pronto quedé dormida y, cuando desperté, me tomó unos minutos entender que había sobrevivido (tuve una imagen mental con tonos de la sala de espera de Beetlejuice) y que estaba en un cubículo de recuperación. Ya con eso más o menos claro, me dediqué a dormir, moviéndome de un lado al otro como hago normalmente. Le pregunté al enfermero si me había caído mal la anestesia, porque de tantas náuseas vomité. “¿Quién le dijo eso?”, preguntó. Nadie me lo dijo, lo deduje por estar frente al módulo de enfermería. Me explicó entonces que no, que todo estaba bien, pero que él prefería poner ahí a sus pacientes para tenerlos a la vista, y me contó que me la había pasado descubriéndome, jaja, por moverme tanto. 

Esa es una de las cosas que pasan en una cirugía: el personal médico y de enfermería puede verte entera, desnuda aunque sea en partes, como si no fueras más que un cuerpo. Al mismo tiempo, saben que tu vida está en sus manos, así que confiar en su capacidad responsable es indispensable. 

Mi cirugía, dijo mi médica, fue “muy bonita”. Todo salió bien y sangré poco. Sin embargo, hubo un descubrimiento: en lugar de un teratoma, el tipo de tumor que me habían diagnosticado, tenía un endometrioma. O sea, un quiste o tumor de “hemorragia antigua” (sangre anciana, digo yo), de tejido endometrial que de algún modo se alojó ahí y crecía durante cada ciclo menstrual. Además, mi trompa de falopio derecha tenía algo llamado hidrosálpinx, es decir que estaba obstruida e inflamada, completamente llena de ese mismo tejido. El diagnóstico se hizo claro: lo que tengo es endometriosis. 

La endometriosis es una de esas enfermedades que sólo afectan a las mujeres de las que, por el sesgo de género propio de ciencia y medicina, se sabe poco. No hay cura o conocimiento de causa. Parece estar vinculada con altos niveles de estrógeno, aunque no hay seguridad sobre eso. Encima, sólo se intuye su presencia por el grado de dolor y, con más frecuencia, por la dificultad para quedar embarazada. 

En mi caso, habiendo decidido no tener hij@s y siendo más que cuidadosa por evitar embarazos y contagios del virus de papiloma humano, que contraje en mi juventud, nunca tuve ese indicio. Y aunque ya en un par de ocasiones un par de ginecólog@s me lo habían sugerido por lo fuerte de mis cólicos, no tenía certeza porque no había querido hacerme una exploración laparoscópica para comprobarlo. En mi opinión, las cirugías e intervenciones invasoras han de limitarse a asuntos casi de vida o muerte. Por eso me había negado a hacerlo. 

Quizá algunas personas adjudiquen el sufrimiento y la enfermedad a lo que hemos hecho en el pasado. Así pues, no me extrañaría que alguien pensara que mi endometriosis es algo así como un castigo divino por haber abortado. Atea y escéptica como soy, esas explicaciones no resuenan ni en mi mente ni en mi corazón. Pero entiendo que, para quienes se dicen “provida”, una oportunidad como esta difícilmente puede pasar de largo. 

El derecho a decidir nuestra propia vida es algo a la que todas las personas deberíamos tener acceso, sobre todo las mujeres, quienes sufren cambios significativos en el cuerpo, la mente y los afectos para traer al mundo a una nueva persona. El aborto, pues, no es sólo una decisión sobre el propio cuerpo, sino más bien sobre la propia vida, sobre el derecho a la dignidad de la vida, para las mujeres y para las infancias, que tienen derecho a venir al mundo rodeadas de amor. 

Las personas tenemos también derecho a la salud, a la integridad de nuestro cuerpo y nuestra mente. ¿Por qué, entonces, a las mujeres se nos resta esa posibilidad por falta de investigación seria sobre nuestros padecimientos? 

Hace pocos años me torcí dos veces seguidas un tobillo. El dolor fue tan agudo y repentino que, en ambas ocasiones, me desmayé. Eso me ha pasado muy pocas veces en la vida, y casi siempre tienen que ver con eso, con el dolor. Cuando fui a urgencias, el médico me dijo que me había desmayado porque era débil, porque no había aguantado el dolor que, como no se me había roto el tobillo, seguramente había sido leve. Desde entonces sigo indignada. ¿Débil ante el dolor? ¡Si he tenido por años dolores menstruales que me hacen sentir que estoy muriendo! Que, de tan intensos, me han bajado la presión, provocado vómitos, diarreas y hasta desmayos. Que sólo puedo sobrevivir tomando analgésicos a montones durante cada menstruación, y con horarios rigurosos porque, si dejo pasar algo más de tiempo, no surten efecto. 

Haberme extraído las dos lesiones más grandes de endometriosis (ovario izquierdo y trompa de falopio derecha) tal vez disminuya mi dolor. Ahora, sin embargo, tengo que elegir entre vivir cada mes tomando analgésicos o un tratamiento hormonal para evitar que otras lesiones, quizá incluso microscópicas, crezcan en los picos hormonales de mi ciclo menstrual. No es una decisión fácil. Es algo así como una encrucijada entre seguir soportando el dolor o ingerir hormonas, con todos sus efectos secundarios. Además, está la parte de que, aunque quisiera, sería muy difícil para mí, y no sólo por mi edad, quedar embarazada. Y es que, aunque no lo haya deseado ni antes ni ahora, el discurso sobre las mujeres y la maternidad es tan poderoso que me siento algo extraña. Así como cuando, considerando quitarme ambos ovarios, empecé a pensar que de un día para otro me convertiría en una anciana decrépita. Algo así como las brujas de “Stardust”, que pierden su juventud cuando se acaba el efecto de la estrella. 

Toda esta experiencia, pues, me ha hecho sentir y pensar mucho. Acerca de lo que me hace ser yo misma, lo que es parte de mi identidad personal. Acerca de los roles de género y los estereotipos que inconscientemente se nos imponen, aunque los rechacemos desde la conciencia. Acerca de los sesgos epistemológicos y la injusticia en la investigación. Acerca del derecho a una vida libre de sufrimiento, también del que se vive desde el interior. Y acerca de la confianza, del reconocimiento al trabajo de las médicas que, desde sus saberes y experiencia, velan por nuestra salud y nuestro bienestar. 

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