Para Raymundo

Hace unas semanas terminé de escuchar Accabadora, libro de la autora italiana Michela Murgia. Ahí se narra la historia de Maria Listru y Bonaria Urrai. La primera, una niña de unos 9 o 10 años; la segunda, una mujer mayor que la acoge en casa como su hija y heredera. 

La herencia es un suceso extraño. Se heredan rasgos biológicos por medio de los genes. Se heredan gestos, costumbres e ideas por medio de la educación. ¿Qué es, entonces, lo que hereda la pequeña Maria de la vieja Bonaria? Su casa y sus bienes, claro; también la educación recibida en la escuela; pero sobre todo su oficio. El oficio de sastre o costurera, y también el de acabadora. 


En Cerdeña, dicen por ahí, existe una figura legendaria que lleva ese nombre: acabadora. Se trata de mujeres que, en las comunidades rurales, ayudaban a morir a quienes se encontraban ya en su lecho de muerte. Al mismo tiempo, se dice también, eran ellas quienes asistían a otras mujeres en los partos. La acabadora era, pues, quien ayudaba a las personas a bien nacer y bien morir. 


En la novela, Bonaria Urrai es la acabadora de su pequeño pueblo sardo. Los adultos lo saben, mientras que los jóvenes lo van descubriendo con el paso del tiempo. Y también Maria... 


Hay algo en la literatura italiana que me atrapa. Me ha pasado desde hace décadas, cuando empecé a estudiar italiano para conocer algo de la lengua materna de mi padre. Incluso tal vez desde la infancia, pues guardo desde entonces, a la manera de Walter Benjamin, algunos libros infantiles que compramos en la librería italiana que estuvo, por años, en la plaza Río de Janeiro, en la colonia Roma, ahí donde, al centro, hay una réplica del David de Miguel Ángel y, en una de sus esquinas, un edificio antiguo y hermoso conocido como "Las brujas".


Durante muchos años fueron los libros de Alessandro Baricco los que hacían navegar mi mente y mi corazón entre las hondonadas de sus páginas. Últimamente, en cambio, me ocurre más con novelas escritas por autoras que cuentan historias de mujeres como ellas, como la historia de dos amigas narrada en los cuatro tomos de L'amica geniale de Elena Ferrante, de quien se desconoce la identidad y sobre cuya obra tengo pendiente escribir algo, y ahora Accabadora.


Sin saberlo, la escucha de este libro llegó a mis oídos en un momento importante, tocando rincones hondos de mi mente, mi cuerpo y mi experiencia. Y es que en la vida, por circunstancias azarosas, me ha tocado ser algo parecido a una acabadora. Por fortuna, nunca he tenido que conducir a nadie literalmente a la muerte, por liberadora que ésta sea, aunque me lo pidieron con diez años de distancia tanto mi padre como mi madre, pero sí he debido acompañar de maneras distintas muertes significativas, como las suyas y las de otras personas y criaturas amadas. 


Al inicio de una semana de trabajo, mientras escuchaba a la autora leer en voz alta su libro, con las pausas, las inflexiones, los énfasis y los tonos que plasmó en la escritura, recibí un mensaje que, afectivamente, volvió a ubicarme en aquella posición: “Rita —me escribió una amiga muy querida de los tiempos en los que estudiaba etnología—, tengo una tremenda noticia muy triste sobre Raymundo para compartir contigo. Está muy (muy) mal por un cáncer muy avanzado, se espera que fallezca”. 


Raymundo, de apellidos Mier Garza (ahora que lo veo escrito pienso que quizá se trate de la garza de mi versión interna de El niño y la garza, la última película de Hayao Miyazaki, quien también me lo recuerda), fue un maestro muy querido, es más, amadísimo, de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Aunque su plaza de profesor e investigador la tenía en la UAM-Xochimilco, institución que le otorgó en años recientes el nombramiento de “profesor distinguido", durante décadas Raymundo insistió en seguir dando clases en la ENAH, uno de sus hogares intelectuales. 


Con su estilo característico, desparpajado pero cuidadoso, erudito pero sencillo, profundo pero familiar, llenaba aulas y pizarrones de ideas, reflexiones, preguntas e imágenes mentales que sobrevivían al tiempo de la clase. Que encontraban nueva vida en los cuerpos de sus estudiantes, como preguntas que por entonces yo identificaba en mí como “orgánicas”, porque me nacían en la panza y subían, subían, subían hasta salir por la boca en forma de palabras, y también ideas e inquietudes que permanecían como semillas, curiosidades y memorias. 


Las clases de Raymundo fueron, para mí, oasis iluminadores en momentos muy oscuros de mi historia familiar. Seguía sus palabras con mis ojos enormes y mis gestos voluntarios e involuntarios. Por eso Raymundo solía mirarme. Ahora que yo misma soy profesora, entiendo que mi rostro expresivo le servía como una especie de termómetro de aula, algo que le permitía vislumbrar si lo seguíamos en clase, si algo resultaba confuso y si había preguntas o inquietudes en el aire. 


A Raymundo lo amaba entonces porque, además de saberlo todo, como me lo parecía, no sólo estaba abierto a las preguntas, sino pendiente de ellas. Preguntona como soy, en sus clases se me desbordaban esas “preguntas orgánicas” que buscaban salir de mi cuerpo porque, si no, explotarían como incógnitas perdurables. Raymundo siempre se dio el tiempo para escucharme y para responderme, incluso en una ocasión con un humilde “no sé”. 


Aunque ahora recuerdo poco del contenido académico de sus clases, permanece en mi memoria lo que me hacían sentir. Y eso, para alguien con memoria afectiva y corporal como yo, es lo más importante. 


Ahora entiendo que me sentía vista, percibida en sus clases, como una persona realmente existente. Y aunque de verdad lo amaba y aunque en clase nunca sentí pena al hablar o preguntar, saliendo del salón todo era distinto. 


Raymundo era un tipo de lo más sencillo, de lo más amable, pero a mí me mataba la pena y eso me impedía acercarme a él en los descansos y al término de la clase, a menos que fuera en un contexto de juego o travesura, como cuando Medardo, que recién había aparecido en mi vida, asomó un gorro tejido por mis manos, con ojos y nombre: Rayas, por la rendija de la puerta de un salón donde Raymundo daba clases. 


Cuando terminó la última lección que mi generación tuvo con él, en mayo de 2003, recuerdo que mi mejor amiga fue a despedirse de él con un abrazo. Le siguieron otras amigas, igual de expresivas. Yo, timidísima, le escribí una pequeña carta donde la agradecía sus clases y donde traté de expresar lo mucho que lo quería y que lo admiraba, lo mucho que me había dado a través de sus palabras y sus miradas. Con mucha pena se la di. Un poco más tarde, habiéndola leído, me dijo algo bonito: “You made my day”. Esa frase, como a él mi carta, me hizo el día.


Cuando dejé de ir a sus clases, durante años fantaseé con encontrármelo casualmente en distintos lugares. En la UNAM; por Miguel Ángel de Quevedo, donde efectivamente me lo encontré un día; en la Alameda, donde también me lo encontré alguna vez saliendo de la feria del libro de minería; pero casi nunca ocurrió. En cambio, muchos años más tarde, casi una década después de nuestro último encuentro fortuito —que ocurrió en 2014 o 2015, cuando mi mamá o estaba enferma o había muerto apenas—, a finales de 2022 me lo encontré mientras cruzaba División del Norte a la altura de Árbol del fuego. Yo caminaba rumbo al tren ligero, habiendo salido de una consulta médica; él manejaba de regreso a casa. Nos vimos de lejos y nos saludamos con la mano y con una sonrisa. No pudo detenerse y yo seguí mi camino, pero luego le escribí un correo para saludarlo y, sorprendentemente, me respondió. 


Me dijo que se me veía muy bien de lejos y que esperaba poder encontrarnos para tomar un café y conversar cuando volviera por esos rumbos, pero no ocurrió. Le conté que trabajaba como profesora en Chapingo y, de asignatura, en Filosofía y Letras. Le emocionó más lo primero porque su padre era agrónomo egresado de ahí. De hecho, me dijo, cada que lo invitaban él iba con gusto, sobre todo al departamento de Sociología Rural, donde tenía varios exalumnos, aunque hacía tiempo que no lo hacían. Me ofreció, como siempre, su apoyo incondicional en lo que necesitara y me deseó lo mejor cuando supo que estaba atravesando por un asunto de salud.


Raymundo era un personaje singular, raro. A veces intercambiaba mensajes por correo o, más recientemente, por mensajes de whatsapp, pero de pronto dejaba de escribir o de responder.  Por eso, cuando una mañana desperté de un sueño con palabras y un personaje que me hicieron acordarme de él, me dio pena escribirle para saludarlo, aunque tenía ganas de hacerlo. Días después, ya sabiendo de su condición, me sobrepuse a la vergüenza y a la timidez y le escribí para agradecerle y para hacerle saber lo mucho que de él permanece en mí. 


En mi papel de acabadora, quizá más imaginario o simbólico que real, aunque sí verdadero, me dieron ganas de compartirle algunas canciones. Sabía que amaba la música. ¿Cómo? Porque en agosto de 2009, cuando, después de seis años de haberme graduado, por fin me titulé, en la comida de celebración Raymundo platicó largo y tendido con mi mamá. Así descubrieron que habían crecido en la misma colonia, Lindavista, al norte de la Ciudad de México; que se habían formado en escuelas hermanas: ella en el Guadalupe y él en el Tepeyac; que Raymundo jugaba en el equipo de futbol de su escuela, contrario al club donde jugaban mi abuelo y mi tío, el Aztlán; que tenían amigos en común, que en aquellos tiempos tenían bandas de rock que mi madre llegó a escuchar en vivo y donde Raymundo llegó a tocar el saxofón; y que amaban la misma música.


Raymundo, gran coleccionista de música, le contó de conciertos a los que había ido de joven durante sus viajes, como uno de Jethro Tull en Nueva York, según recuerdo, y se ofreció a grabarle a mi mamá algunos discos de su juventud compartida y cercana a pesar de no haberse conocido. Le grabó uno de Jefferson Airplane, uno de Blood, Sweat and Tears, y uno de Crosby, Stills, Nash & Young (Deja Vu, que, por cierto, ahora es uno de mis favoritos), además de The Dark Side of the Moon de Pink Floyd (favoritísimo) y otro de Eric Clapton, entre los que tengo frescos en la memoria. 


Para ella, la música fue siempre importante, así que esos discos fueron un gran regalo. De Blood, Sweat and Tears escuchaba una canción llamada I Love You More Than You'll Ever Know, que, por cierto, me hizo entender el tipo de relación que tuvieron mi madre y mi padre. Y de The Dark Side of the Moon recuerdo haberla visto llorando, conmovida por sus recuerdos de juventud, según me dijo entonces, al escuchar Us and Them. 


Por eso y todo lo que recibí de él durante el tiempo que coincidimos en el mundo, sentí necesario compartirle lo importante que había sido en mi vida y lo mucho que lo quería y admiraba, además de algunas canciones para acompañarlo. Y por eso me dio tanto gusto saber, de boca de otra amiga, que en sus últimos días supo que su vida, al haber tocado a generaciones y generaciones de estudiantes de manera tan profunda, había tenido sentido.


De eso se trata, creo yo, el oficio de acabadora. De acompañar en la vida lo mismo que en la muerte. De acompañar en la experiencia de la generosidad, como decía Raymundo, al dar, recibir y decir que no. De acompañar, sobre todo, en el amor. 


De eso se trata también ser maestro. Y Raymundo fue y será siempre uno de los mejores. 








Comentarios