“The Lord of the Rings: The Rings of Power”: 2a parte

 J.R.R. Tolkien, el amante de las lenguas, los mitos y los cuentos de hadas, era un hombre complejo. Filólogo de formación y profesor de la universidad de Oxford, fue también escritor, y nada menos que de literatura fantástica, algo tan poco serio que tenía que hacerlo casi a ocultas. A su faceta de escritor incluso llegaría a llamarla “un vicio secreto”, pues se relacionaba en lo más íntimo con su creación de lenguas, y ofrecería disculpas por dedicarse a ella.

Esa complejidad la expresaría en todos los ámbitos de su obra. Sus personajes, lejos de ser criaturas completamente buenas o inevitablemente malas, son seres con experiencias y emociones diversas, amplias, que dejan saber las razones por las que actúan de un modo u otro.
En el caso de los señores oscuros, Morgoth y Sauron, sus motivaciones están marcadas por el impulso creativo acompañado del deseo de dominio; por la búsqueda de libertad seguida del autoritarismo; por la admiración transmutada en celos y envidia; por el dolor de la soledad, del saberse singulares, hasta convertirse en marginación y odio. En el caso de heroínas y héroes, hay una lucha constante entre la tradición, lo comunitario, y los deseos personales; entre la búsqueda de aventuras y la comodidad de la costumbre; entre la pertenencia a un pueblo y el amor fuera de sus límites; entre el reconocimiento del linaje y, al mismo tiempo, el miedo ante sus fallos.
Esta complejidad es, por fortuna, uno de los rastros tolkienianos evidentes para los espectadores-montaraces de “The Lord of the Rings: The Rings of Power”. Tanto el ritmo lento del relato como los claroscuros de los personajes son muestra de ello, pues nos ofrecen detalles que de otro modo pasarían desapercibidos.
Al inicio de la historia se nos muestran tres protagonistas: Galadriel, generala del ejército élfico de Gil Galad; Nori, joven harfoot hambrienta de aventuras y nuevos saberes; y Arondir, soldado elfo ubicado entre la guardia que custodia a los pueblos humanos del sur. Estos tres personajes tienen algo en común: que, a pesar de respetar la tradición de la que proceden, actúan con base en sus propias convicciones. Así, contraviniendo los deseos de su rey, Galadriel se arroja al mar para continuar la búsqueda de Sauron, quien ha dejado huellas borrosas a su paso por la Tierra Media; saliéndose del sendero y caminando sola, Nori se adentra en el bosque para ofrecer ayuda y amistad al extraño caído del cielo, en medio del fuego de una estrella fugaz; y Arondir, en contra del orgullo y el sentimiento de superioridad de los elfos de entonces, aun de los working-class, se rehúsa a abandonar a Bronwyn, curandera humana de quien está enamorado.
Con el paso del tiempo, nuestros personajes conocen más del mundo que habitan y de sí mismos. Arondir se muestra bravo y sabio entre los suyos, disculpándose ante un antiguo y hermoso árbol antes de cortarlo para salvar algunas vidas; poniéndose en riesgo de muerte para luchar al lado de los sureños, marcados por la sumisión de sus antepasados a Morgoth; poniéndose al servicio de Galadriel en cuanto la ve frente a sí. Nori, amiga del extraño, pasa de la curiosidad a la incertidumbre, de la confianza al miedo, y luego del miedo al reconocimiento de que son nuestras acciones conscientes, aquellas que decidimos, las que nos hacen ser quienes somos. Galadriel, por último, va del dolor a la rabia, y de la rabia a la búsqueda de la justicia, de la desconfianza a la confianza y, luego, del desengaño a la acción.
Quienes leímos la obra de Tolkien antes de ver películas o series conocimos a Galadriel en el primer tomo de “El señor de los anillos”, ya como reina hada de Lothlórien. Juntos, Celeborn y Galadriel son de algún modo representación en Tierra Media de los dos árboles de Valinor: Telperion –el árbol de plata– y Laurelin, también llamado Galadlóriel –el árbol dorado-. Por entonces, Galadriel es ya portadora de uno de los tres anillos élficos: nenya, el anillo del agua, y ha adquirido tanta sabiduría al paso de los años que, ante el ofrecimiento libre y sincero de Frodo, se sobrepone a la tentación de usar el anillo único, incluso para hacer el bien.
Sin embargo, en la segunda edad Galadriel no es todavía aquella reina hada, sino una elfa joven envuelta en el duelo por la muerte de su hermano: Finrod, quien dio su vida para proteger a Beren, un hombre enamorado de la elfa Luthien.
Tolkien no era ajeno a la experiencia del duelo. Huérfano de padre a los cuatro años y de madre a los once, su vida estuvo marcada por la certeza de la muerte, que se fortaleció durante su estancia en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Quizá por eso la figura del duelo, del dolor, en inglés “grief”, es tan importante en su obra que hasta es representada en una de las valarin: Nienna, quien con sus lágrimas sana el mundo.
La Galadriel de la segunda edad es, pues, una hermana menor en duelo, atravesada por el dolor de la pérdida y la rabia ante quien reconoce como el culpable: Sauron. No es todavía sabia, sino más bien una guerrera, una mujer-elfa en construcción. Tal vez por eso transmuta la tristeza en furia, para alimentar su lucha contra el heredero del enemigo oscuro del mundo; para no dejarse morir de tristeza como hicieran antes y después otras damas élficas.
No es por ello extraño que Galadriel, buscando algo que la sostenga, encuentre en Halbrand un compañero de viaje. Más tarde, serán también compañeros de batalla y reconocerán una en otro y otro en una la vulnerabilidad de estar al borde de lo que consideran familiar en sí mism@s. Galadriel percibe su enorme rabia, que está a punto de llevarla a lo más oscuro, lo más destructivo, tal como le advirtiera Adar, elfo-uruk, padre de los orcos. Halbrand, en cambio, percibe en sí mismo algo más que rabia y odio.
Conforme avanza la trama, Galadriel se da cuenta de las consecuencias de sus actos, de las enormes pérdidas que éstos le ocasionan a quienes la acompañan: Miriel se queda ciega, Elendil pierde a su hijo, los sureños se quedan sin territorio y sin muchos de los suyos. Y aunque no es culpa de Galadriel, ella no puede dejar de sentirse responsable. Por eso le entrega su espada a Theo, en una renuncia parcial a la guerra, que ocasiona más dolor que justicia.
En esa claridad sobre lo propio Galadriel encuentra signos que la alertan sobre las inconsistencias y las contradicciones de Halbrand. Valiente y entera, lo confronta, y finalmente Sauron, maestro del engaño y aprendiz de Morgoth, quien fue capaz de engañar hasta al mismo Manwë, rey de los valar, se desenmascara.
En un movimiento propio de los misóginos, Sauron le ofrece a Galadriel uno de dos anillos que planea hacer con Celebrimbor, el herrero élfico de mayor renombre después de su abuelo, Feanor, creador de los silmarils. “Tú me mantendrás cerca de la luz y yo te daré poder”, le dice Sauron, como si fuera responsabilidad de ella mantenerlo lejos de su oscuridad casi originaria, "y así salvaremos a la Tierra Media”. “¿Salvaremos o gobernaremos?”, pregunta Galadriel, conociendo ya la respuesta. “No veo la diferencia”, responde Sauron. “Y por eso nunca estaré a tu lado”, sentencia ella.
En este diálogo hallamos nuevas huellas de la complejidad de Tolkien, como autor y como persona. Y es que Tolkien era un hombre profundamente religioso y conservador en ciertas cosas; al mismo tiempo, era revolucionario en la escritura y, aunque sin saberlo, libertario (en el sentido de anarquista, claro). En toda su obra hay una lucha constante entre sus impulsos libertarios y la tradición de su pueblo, entre la monarquía y la horizontalidad, entre el linaje y la sencillez de lo comunitario, entre la autorregulación y la necesidad de gobierno.
Por esa huella anarquista, revolucionaria, su obra es también profundamente crítica de la modernidad y de su visión dominadora de la naturaleza, de las personas y del mundo todo. Pero esa es otra historia.



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