La literatura como refugio

Hace apenas unos días, quizá un par de semanas, murió Uri Orlev, escritor israelí nacido en Polonia algunos años antes de la Segunda Guerra Mundial. Tal vez algunos de ustedes se pregunten por qué hablar de él en el contexto de la presentación de este libro: “La literatura como refugio: Palacios de palabras a lo largo del mundo” (IIFL-UNAM, 2022), pues no forma parte de sus páginas. Sin embargo, si de hablar de la literatura como refugio se trata, me resulta necesario contarles algo de aquel autor de libros infantiles que, a los 91 años, recién abandonó el mundo. 

Y es que cuando Orlev era pequeño debió huir de su casa en plena noche en medio de un bombardeo. Acompañado de su hermano menor, su madre, sus abuelos y su tía del lado paterno, vivió en el ghetto de Varsovia  durante un par de años y, luego, tras los asesinatos de su abuelo, su abuela y su madre, oculto en desvanes y sótanos de familias polacas que, a cambio de dinero, aceptaron cuidar a dos niños judíos. Más tarde, ya reunidos con su tía, los niños vivieron dos años más en Bergen-Belsen, uno de los campos de concentración y exterminio nazis. Y pese a todo, sobrevivieron, y hasta se convirtieron, el mayor, en escritor de relatos de infancia y, el menor, en banquero. 

¿Qué habrá ayudado a estos niños a sobrevivir? ¿Habrán sido receptáculos de la mejor de las suertes, de la fortuna que veía en ellos a dos personas con destinos ilustres? ¿O habrán sido, más bien, los esfuerzos incansables de la tía, su promesa a la madre moribunda de los niños, lo que los sacó adelante? 

En su primera novela, Soldados de plomo, Orlev relata que la última vez que vio a su tía alejarse de las costas de Palestina, como él insistía en llamar la tierra que habitaba, cayó en cuenta de que fue ella, la tía Stella, quien los mantuvo con vida; fue ella quien a lo largo de seis largos años se aseguró de que sobrevivieran. Mas no sólo como “nuda vida”, por tomar el término de Giorgio Agamben, sino como seres dignos con posibilidad de futuro. Y si esto no bastara para sentir por ella el mayor de los respetos y para sentir por él y su hermano la más profunda alegría, hubo algo más que apuntaló su potencia vital: la literatura y, junto con ella, el juego, que en la experiencia de esta pareja de hermanos eran inseparables. 

Los cuentos, los libros, los relatos que leían con su madre y solos en el ghetto, y que luego representaban en batallas a través del juego, mantuvieron encendida la llama de la vida en estos dos hermanos, aun en los peores escenarios de su cautiverio. Libros hallados en los departamentos vacíos del ghetto, tras el exterminio de sus habitantes; ejércitos imaginarios conformados por héroes literarios; soldados de plomo o hechos a escondidas con papel y lápiz, o bien representados con pedazos de madera enterrados en el piso de lodo del campo, para jugar a la guerra en medio de la guerra; cuadernos garabateados de poesía; relatos de la propia vida narrados en un viaje en autobús; memorias de infancia escritas desde la mirada del niño, con su agudeza para detalles minúsculos o cómicos que, en medio del dolor y del terror de la guerra, hacían posible la alegría y que se ocultan a la mirada adulta, o la nublan detrás de las lágrimas de impotencia. 

Todo esto aparece en los libros de Uri Orlev, que hoy quiero invitar a quienes nos acompañan a leer, lo mismo que este libro, el que hoy presentamos. Pues ambos, nuestro libro y la obra toda de Orlev, ofrecen reflexiones y testimonios de la pequeña fuerza del relato, del poder de la literatura como espacio de encuentro, de refugio, de fortalecimiento de la potencia vital de las personas y de la esperanza colectiva en mundos y vidas distintas, que, si existen en los relatos, pueden también construirse en los tiempos de la historia. 

Este libro, nuestro libro, está conformado por muchas voces, por un montón de experiencias que, desde lo público hasta lo privado, de lo colectivo, lo comunitario, a lo más íntimo, ofrecen rinconcitos donde, a partir de cuentos, poesía, novela, crónicas, álbumes infantiles, canciones, autobiografías y otros textos es posible replegarse a escuchar, a sentir, a pensar, a reordenar la vida. Y así como todo eso ocurre, la posibilidad de la organización comunitaria aparece con el encuentro, con las palabras compartidas, con las historias narradas. 

Allí, en esos espacios pequeñitos, arrinconados, germinan algunas semillas, sobre todo aquellas que abren pequeñas puertas para oponerse a un régimen político totalitario, a la violencia delincuencial o del Estado, mediante la lectura en voz alta, la recitación y el canto; para sobrevivir a una catástrofe leyendo nuestra historia en las páginas de un libro infantil; para escucharnos a través de las preguntas de un otro; para volver a narrar o escribir nuestra historia con palabras propias; para sanar el dolor o la enfermedad; para conocer a otras personas escuchando sus experiencias de vida “con dos oídos y una sola boca”, como diría mi maestra, Silvana Rabinovich, quien, por cierto, escribió un texto bellísimo para este libro. 

Como atestiguan las palabras de quienes participaron en la escritura de este libro, también en lo pequeño, en las palabras compartidas, en los relatos leídos acompañándonos, pensando junt@s, se cosecha la esperanza. 

Y es por eso que el día de hoy invito a quienes quieran sumergirse en el horizonte múltiple de la literatura como refugio a leer lo que hemos escrito, desde la experiencia y la reflexión, en las páginas de este libro. Y a leer también a Uri Orlev, maestro en cuerpo y letras de lo que la literatura puede hacer por las personas, tanto en la historia personal como en la que escribimos a diario todas y todos juntos.

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