El mundo que queremos

 Si queremos una ciudad distinta, un país distinto, un mundo distinto, tenemos que responsabilizarnos de nuestras ideas, nuestras prácticas, nuestras decisiones, nuestras acciones. ¿De qué sirve culparnos un@s a otr@s de la situación actual? ¿De qué sirve culpar a unos sectores nomás o decir que toda la culpa es del gobierno en turno y de los partidos? 

La clase política y los partidos que tenemos siguen siendo los mismos (aunque se cambien de nombre) porque los ciudadanos lo permitimos. Y así como a ellos les urge la autocrítica, sean gobierno u oposición, también a nosotros. Porque también nosotros seguimos actuando como lo hemos hecho antes.

Ni los que votan son ingenuos manipulables, ni los que no votan son indolentes y egoístas. Ni unos son comprometidos con el pueblo, ni los otros adalides de la democracia participativa. Ni quienes apuestan por la acción directa son la vanguardia de la revolución, ni quienes la rechazan son pacifistas. Ni quienes apoyan algunas iniciativas gubernamentales son aplaudidores acríticos, ni quienes las rechazan todas son la encarnación de la crítica.

¿Queremos construir autogobiernos, comunidades autónomas? Hagámoslo en serio. Empecemos por participar en los espacios que habitamos: edificios, unidades habitacionales, cuadras, barrios, colonias, alcaldías; también en los espacios donde trabajamos: escuelas, universidades, sindicatos, colectivos, empresas. 

Organicémonos y participemos de cabo a rabo en la toma de decisiones, en la rotación de cargos de responsabilidad, en las tareas de limpia, de construcción de espacios domésticos y laborales habitables. Administremos nuestros recursos comunes con plena claridad y de manera responsable. Construyamos consensos, escuchándonos un@s a otr@s, formulando argumentos razonados, poniendo en duda no sólo las creencias y opiniones de l@s otr@s, sino también las propias. Atrevámonos a pensar y crear propuestas alternativas al Estado, que no dependan del presupuesto público, sino del trabajo común.

Es fácil montarse en el estrado de jueces morales, aunque pretendamos usar otras palabras para nombrarlo, agitando el dedo acusador y repartiendo culpas y castigos. En las redes sociales lo vemos a diario. Publicaciones que empiezan ordenando o personalizando las culpas pululan por doquier, vienen de todos los bandos. Tú haz esto, tú deja de hacer lo otro; ustedes son tal cosa, ustedes son tal otra. 

Y ocurre no sólo en lo público, lo usualmente entendido como político, sino también en lo privado. Nos regodeamos en el victimismo acusador que no considera siquiera  la coexistencia con otras personas, diferentes, capaces de pensar por sí mismas y llegar a conclusiones opuestas a las nuestras. Nos negamos a escuchar, a comprender, a perdonar. Y todo porque confundimos escucha, comprensión y perdón con aprobación, justificación y olvido a la fuerza.

 La cosa es que la historia la construimos entre tod@s, nos guste o no, seamos conscientes de ello o no. Así pues, no nos queda de otra más que ejercitar la crítica, claro, pero también  la autocrítica; fortalecer nuestra piel para dejar de sentirnos a la primera porque se pone en duda (desde afuera o desde adentro) nuestra imagen pública; asumir nuestras responsabilidades como seres que habitan la tierra y que, por haber nacido humanos, forman parte de una sociedad; participar en lo cotidiano, desde lo pequeño hasta lo más aparatoso; y romper en la práctica y en nuestra mente y corazón las estructuras falaces que nos dividen. Esas que separan a trabajadores manuales de intelectuales, como si no todas las personas tuviéramos las mismas facultades; hombres razonables y mujeres sensibles, como si la razón fuera infalible y las emociones siempre fallidas; adultos racionales e infancias irracionales, como si los adultos lo supieran todo y l@s niñ@s nada.

Si queremos construir otro mundo, si nos interesa en serio la justicia, organicémonos desde hoy y, si así nos parece, votemos cuando haya elecciones. Atrevámonos a pensar fuera del Estado, a dejar de depender de él. Aceptemos que, tan sólo por vivir en la ciudad, nuestra comodidad y nuestras oportunidades derivan de la explotación de los trabajadores del campo. 

Hasta que no entendamos eso, hasta que no nos asumamos responsables, la rueda de nuestra historia política seguirá girando por la inercia del país que creemos que somos: corrupto, ignorante, condenado a la injusticia, la desigualdad y la violencia.

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