Escucha y prejuicio

Hace tiempo que me he dado cuenta de un problema común: al conversar, oralmente o por escrito, en lugar de escuchar o leer con atención para comprender a cabalidad, solemos nada más estar a la espera de lo que nos haga responder. Escuchamos o leemos, pues, a la defensiva, desde el prejuicio. 

¿Qué ocurre entonces? Un montón de cosas que imposibilitan el diálogo, la conversación, donde usualmente aparecen consensos y disensos dependiendo del rumbo de las palabras. ¿Como cuáles?, se preguntarán. Tomo algunos ejemplos de conversaciones que he tenido o atestiguado recientemente:

1. Se malentienden las palabras, interpretándolas desde el propio horizonte de conocimiento, desde el sentido que un@ les da, sin abrirse a la posibilidad de que la otra persona esté pensando en un sentido distinto. Y es que se nos olvida que las palabras adquieren sentido a partir del contexto. Sin todo lo que las rodea y el uso que se les da, resulta difícil comprender el argumento del que forman parte.

2. Se descalifica de entrada el argumento sin haberlo comprendido a fondo. Esto se hace enumerando una serie de calificativos que, lejos de contrargumentar, se muestran como prejuicios. El asunto se confirma cuando, al solicitar contrargumentos y ejemplos, matices, se siguen repitiendo los mismos calificativos, las mismas frases, como si eso los hiciera más verdaderos.

3. La conversación, en lugar de ser intercambio de ideas, se convierte en espacio de competencia, en ring. Ya no se trata de argumentar, de desmenuzar, de sostener los propios dichos o plantear preguntas y matices para reformularlos. Lo importante, en cambio, es ganar, convencer al otro de que mi conocimiento, mi experiencia, mi ejercicio de interpretación, mis credenciales son las correctas. El otro, por supuesto, o es ignorante o ingenuo o tonto o malintencionado o falaz.

4. ¿Por qué se cree eso? Porque se confunden las opiniones, sobre todo las propias, con hechos. La cosa es que denominarlas “hechos” no es suficiente para que lo sean... Los hechos también se determinan ideológicamente. Por eso las estadísticas o los datos duros pueden interpretarse de varias maneras. No hay tal cosa como la objetividad o la imparcialidad completas. ¿Por qué? Porque somos “sujetos”, es decir, seres puestos en situaciones y contextos concretos. Así pues, miramos el mundo desde nuestro lugar. Ese lugar, ese horizonte, puede ampliarse, por supuesto, pero sólo escuchando a otras personas, abriéndonos a imaginar o vislumbrar otras perspectivas. Si no, ¿cómo?

5. Entonces ocurre algo muy frecuente: la discusión de ideas se confunde con un pleito personal. Nos ofendemos un@s a otr@s o nos hacemos l@s ofendid@s. También  tergiversamos las palabras del otro para justificar nuestras acciones y nuestra posición. E incluso pasa algo aún peor: nos negamos a hacernos responsables de las ofensas que cometemos, del uso que hacemos de las palabras, de nuestros prejuicios y nuestra cerrazón. Y es que nos cuesta trabajo, claro, nos duele, nos mueve el piso, desequilibra nuestra idea de nosotr@s mism@s y la imagen que hemos construido frente a los demás. 

6. Así, ante la imposibilidad de continuar el diálogo, culpamos a la otra persona de intolerancia, de pendejez, le negamos el derecho a opinar, o nos negamos a profundizar nuestro análisis o a sustentar mejor nuestros argumentos. Decimos cosas como “si no..., mejor ni opines”, “yo no necesito más información” o de plano abandonamos la conversación. Es más cómodo, claro, porque permanecer en la conversación nos obligaría a cuestionarnos. Abandonarla, en cambio, nos garantiza no movernos ni tantito de lugar, sin habernos dejado tocar “ni con el pétalo de una rosa”, como dicen por ahí, llen@s de enojo y con la certeza de que teníamos razón y que nuestro argumento era infalible e incuestionable, sustentado por supuesto en nuestra experiencia, en nuestras credenciales, como si ellas abarcaran el mundo entero, como si agotaran todo horizonte de posibilidades. 

Todo lo anterior resulta incómodo e incluso puede ser enojoso, aunque a veces tenga su toque de diversión. Pero ¿saben qué es lo peor? Que nuestra intolerancia al disenso nos orilla a terminar relaciones, a cortar vínculos, por significativos que sean. 

¿Por qué?, me pregunto yo. ¿Acaso somos esencialmente incapaces de reconocernos distintos, de escucharnos con apertura y respeto, de argumentar y contrargumentar, de dar ejemplos y contraejemplos, de reconocer nuestras fallas argumentales tanto como las ajenas e intentar resarcirlas? 

Ojalá  pudiéramos hacer como lo que alguna vez relató un profe muy querido: la experiencia de conversar y discutir con rigor, fervor y pasión y, al terminar, irse junt@s a tomar algo, tan amig@s como al principio.

Comentarios