Humanos, demasiado humanos

Hace unos días en casa vimos una película que cuenta la historia que inspiró a Hermann Melville a escribir Moby Dick. Se trata del relato de un barco, el Essex de Nantucket, que se lanzó a la mar en busca de 2 mil barriles de aceite de ballena. Para conseguirlos, la tripulación tendría que matar a decenas de ballenas; por suerte, su cuenta se quedó en una sola. 

Por supuesto, cuando hablo de suerte, me refiero a la fortuna que acompañó a los cetáceos que, ante la derrota de los marineros, les permitió la vida. Los hombres, no obstante, no corrieron con tan buena fortuna. Es más, les ocurrió exactamente lo contrario. 

Obstinados en juntar tanto aceite como les fuera posible, ante la desaparición de las ballenas en los mares frecuentados por los barcos balleneros, se alejaron del ecuador para adentrarse en aguas inexploradas. Allí se encontraron con una ballena enorme, blanca, combatiente, que atacó su barco apenas percibió los primeros intentos humanos de cazar a una de sus congéneres. Y así, ante el ataque de quien se volvería leyenda, el barco se vio condenado a hundirse y sus tripulantes obligados a abandonarlo, poniéndose a salvo (apenas) en los pequeños botes que usaban para la caza.

Es triste, sin duda, conocer las desgracias de las personas, conocer todo lo que tuvieron que pasar para seguir con vida. Sin embargo, aunque se lea cruel, en este caso no pudimos más que alegrarnos por la proeza de la ballena blanca... Y lo mismo nos pasa cuando nos enteramos de que, en el doloroso ritual de los toros, el toro se libera por un momento de la plaza para defenderse y hacer justicia a tantos hermanos muertos a manos de quienes encuentran en su sufrimiento una forma de "arte". 

Pero la película nos provocó algo más que gusto y compasión: nos puso a pensar en la naturaleza de la vida, en la necesidad vital del consumo y los límites que lo convierten en depredación.

En un momento dado, pensamos, el descubrimiento del petróleo, al que se alude en los últimos diálogos del filme, fue algo liberador: ya no había que lanzarse a la mar durante meses o incluso años, ya no había que asesinar a toda ballena que se cruzara en el camino para llenar barriles y barriles de aceite para encender lámparas y alimentar otras fuentes de energía. El petróleo permitió que los cetáceos vivieran y que los seres humanos pudieran satisfacer sus necesidades de energía, combustible y calor. 

Ahora, en cambio, un siglo y décadas más tarde, el petróleo resulta nocivo. Para el planeta entero, sobre todo para su atmósfera, pero también para todas las criaturas que respiran sus vapores y que, en los procesos extractivos, se ven envueltas en olas negras de aceite. 

Pero... ¿cuál es el problema de origen? ¿El uso de una sustancia inflamable formada tras siglos y siglos de descomposición de materia orgánica o el exceso con el que lo consumimos? Y es que el ejemplo de la cacería de ballenas nos muestra lo mismo... El gran problema de nuestra especie pareciera ser el exceso, la falta de límites sobre nuestras actividades y necesidades, como si fueran las únicas que debieran ser satisfechas a costa de todo y de todos.

Estas reflexiones compartidas me llevaron a preguntarme otra cosa: ¿será nuestra especie la única con tendencia a lo excesivo, al consumo interminable? Quizá no, pues creo recordar relatos de  criaturas que, como nosotros, acaban con aquello que las alimenta, con eso que les da vida. Pero algo tal vez nos distinga del resto de las especies, aun las ultraconsumistas: mientras que aquellas son susceptibles al control "natural" de sus poblaciones, por llamarlo de alguna manera, nuestros descubrimientos técnicos han logrado que, en alguna medida, escapemos a ello. 

Los avances médicos, por ejemplo, han hecho que, a pesar de las enfermedades, vivamos más años y en poblaciones más amplias. Claro, han aparecido otros males, como las enfermedades crónicodegenerativas, que antes se veían sólo en diminutas proporciones, pero es innegable que, aunque todos los días mueren personas en todos los rincones del mundo por razones muy diversas, hoy somos la especie que abarca más territorio y bienes en el planeta.

Mientras que otras especies se encuentran con depredadores que controlan su impulso reproductivo, consumiéndolas como alimento o enfermándolas, nuestra facultad creativa nos ha convertido en la especie depredadora por excelencia. Y no, no lo celebro; al contrario, lo lamento. Pues nuestra sola existencia pone hoy en día en peligro al resto del mundo. ¿O no? 

Quizá la presencia del coronavirus en nuestro mundo humano ha resultado tan aterrador justo por eso: nos recuerda que no, no lo controlamos todo; no, no hemos logrado someter a la naturaleza (la propia y la que consideramos externa, aunque en realidad sea nuestro origen) a nuestro absoluto dominio; no, no hemos conquistado la muerte a costa de toda la vida. 

El coronavirus nos recuerda que, como humanos, estamos sujetos al ciclo de la vida: nacimiento, desarrollo y muerte. Y que la muerte, por dolorosa que sea (porque por supuesto que lo es), es también necesaria. La muerte permite la vida. Sin muerte, pues, nada nuevo podría nacer. 

Ahora bien, y esto es muy importante, tener conciencia de la necesidad (no sólo la inevitabilidad) de la muerte no significa justificar ni la destrucción del mundo ni la desigualdad que, entre comunidades humanas, produce que unos mueran con mucha mayor facilidad y en mucho mayor número que otros. No nos confundamos. Tampoco intenta instaurar una máxima de vida que abogue por disfrutar el presente sin pensar en el futuro. 

Si bien podríamos considerar que el presente es el tiempo más importante, porque es sólo aquí y ahora cuando podemos tomar decisiones para transformar nuestras relaciones humanas, interespecie y con nuestro entorno todo, el futuro también importa. No para nosotros, no para pensar la vida en función de los logros que habrán de venir, sino para las generaciones que, después de la nuestra, seguirán habitando este planeta, igual que las generaciones que nos antecedieron en el pasado e hicieron posible nuestro presente. 

En fin, si una película sobre la odisea de unos pescadores de ballenas (la mayoría de los cuales pertenecían a las clases oprimidas y marginales de esos tiempos en ese lugar) nos pone a pensar sobre estos temas, quizá todavía haya esperanza de modificar el rumbo de nuestra historia.



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