Aang o Korra, he ahí el dilema

Con frecuencia series y películas para niñ@s ofrecen espacios de reflexión que, a ojos de los adultos, pasan desapercibidos. Ocultas entre los diseños caricaturescos y las historias de lo cotidiano, lo mismo que de lo extraordinario, resuenan preguntas e intuiciones que permiten pensar el mundo, la vida, el granito de arena que habitamos. 

Tal es el caso de Avatar en sus dos relatos: “La leyenda de Aang” y “La leyenda de Korra”. 


El primero ocurre en un tiempo de tiranía abierta. Consciente de su poder dominador, la nación del fuego se ha adueñado del mundo sometiendo a los elementos restantes: tierra, agua y aire. Durante cien años su fuerza, manifestada como ciencia y magia, tecnología y fuego-control, ha logrado suprimir cualquier vestigio de esperanza, no digamos de insurrección. 


El segundo, en cambio, ocurre décadas después de que el equilibrio del mundo se hubiera recuperado. Así, sus conflictos son otros. ¿Cómo garantizar la igualdad de todas las personas en un mundo lidereado por quienes tienen control sobre los elementos, que en ocasiones abusan de su don? ¿Cómo resarcir el balance y la comunicación entre el mundo material y el mundo de los espíritus, abierto solamente para unos cuantos? Y si los poderosos siguen gobernando sobre las vidas y los recursos de sus naciones, ¿cómo concebir la libertad?, ¿cómo, pues, construir un mundo libre?


Ambas historias comparten el mismo punto de partida y una misma mirada guía. Ambas se interesan por lo político, por la naturaleza de la historia, por la historia de nuestra naturaleza y de la del mundo que está a nuestro alrededor. Y ambas son maravillosas, cada una con sus particulares. ¿Por qué elegir, entonces, una sobre otra? ¿Por qué ponerlas en la balanza, una al lado de la otra?


Sin más propósito que el análisis, enlistaré los elementos que, a mis ojos, resaltan en cada uno de los relatos, así como aquello que, desde mi perspectiva, resulta problemático. Empecemos por el principio...


La leyenda de Aang, lejos de ser la historia del héroe que le da nombre, es la crónica de dos niños: uno nacido avatar en las cimas de un templo del aire; el otro, nacido príncipe en las grutas ardientes de la nación del fuego. El primero, como suele ocurrir con los héroes, se resiste al llamado; tanto así que, dentro de una nube de aire, permanece encerrado al interior de un iceberg durante cien años. El segundo, sin más opción que el exilio, sale en busca de su adversario: aquel temido avatar, desaparecido un siglo antes, el único capaz de poner fin al dominio del fuego. 


Uno y otro, Aang y Zuko, recorren el mundo de una orilla a otra, de un espacio a otro, entrelazando sus historias en una red flexible. Y ambos, a lo largo del relato, se descubren a sí mismos: uno, capaz de responder a la llamada de la aventura una vez que reconoce su lugar en el mundo, su responsabilidad heredada; el otro, libre de la furia que nublaba su visión, en contacto ya no sólo con la potencia destructiva del fuego, sino con su fuerza dadora de vida. 


Eso solo, esto es, el hondo trayecto de los protagonistas, ofrece una historia entrañable, que desemboca en la búsqueda de la justicia, en la reconstrucción de aquello que queda del mundo desde sus ruinas. Desemboca, en suma, en la construcción de los afectos, la experiencia del amor, de los lazos colectivos, de la comunidad, que desde entonces habrá de hacerse cargo del equilibrio de fuerzas. 


¿Qué ocurre en el otro relato? Allí sólo un personaje recorre un camino largo: Korra, la joven avatar del pueblo del agua. De ser una niña rebosante en talento y energía, pasa a ser una joven cauta, consciente de sus miedos, de su fuerza, lo mismo que de sus vulnerabilidades. Pero más allá de ella, poco crecen los otros personajes. 


Quizá alguien podría decir: “Bueno, ¿y qué importa? Si de lo que se trata es de que Korra, en su papel de Avatar, salve el mundo”. Desde mi perspectiva, en contraste, sí importa, y mucho. Porque una historia no se construye con un solo personaje, con un solo relato, sino que toma fuerza en las relaciones que aquel personaje entabla con su entorno, humano y no humano, material y espiritual, aventurero y cotidiano. Y si bien Korra tiene amigos, enemigos y vínculos itinerantes, a lo largo de la serie aquellas figuras parecen haber sido puestas para que la protagonista obtuviera, perdiera, lograra o aprendiera algo, y no por un movimiento orgánico del relato. 


Lo mismo ocurre con sus aventuras... En la primera serie, Aang tiene una sola misión: vencer al señor del fuego, que ha crecido en poder sin medida. La pregunta, entonces, es cómo hacerlo, cómo derrotarlo sin terminar con su vida. En la segunda, cada libro es una nueva aventura, y aunque se relacionan unas con otras, su espacio temporal es tan corto que no permite el crecimiento a profundidad ni de las situaciones ni de los personajes. 


Si Aang, en su intento de derrotar al señor del fuego, ha de enfrentarse a sí mismo, a sus propios límites, a sus deseos, a aquello que lo ancla en la tierra, a pesar de su naturaleza airosa, Korra debe derrotar a cuatro adversarios, tan poderosos como aquel enemigo que, a lo largo de cien años y varias generaciones, fue adquiriendo su poder. Ese grado de fuerza y de potencia movilizadoras exige un poder igualmente grande en la figura del avatar. ¿De qué otra manera, si no, devolverlos al piso, enraizarlos en el mundo?


Y ahí aparece justamente otro problema: en la leyenda de Korra las resoluciones se vuelven rápidas, casi mágicas, casi hechas a modo. Y eso les resta verosimilitud y, con ello, disminuye la potencia del relato.  Sobre todo porque, tal como las resoluciones, los poderes de Korra y sus amig@s son extraordinarios, es más, hasta impensables.


Si en la primera serie la pequeña Toph descubre el metal-control mientras intenta huir de los raptores que pretenden llevarla a casa, en la segunda se trata ya de una habilidad ampliamente extendida. Si allá unos cuantos maestros-fuego (y todos de la familia gobernante, que han sido entrenados hasta su máxima capacidad) son capaces de redirigir la energía del relámpago a través de sus dedos, aquí es algo que ocurre en cualquier lugar. Si entonces el vuelo estaba reservado al avatar, por pertenecer justo al pueblo del aire, aquí aparece en un hombre que, con la apertura de los umbrales, adquiere el don del aire-control en su máxima potencia. Si antes el control de la sangre y las plantas se daban sólo en personas de lo más singulares, ahora parecieran haber perdido lo extraño. Y ni qué decir de una nueva forma de tierra-control: la habilidad de controlar hasta la lava. 


Quizá para algunos espectadores, sobre todo los más jóvenes, pensar todas estas posibilidades no tiene nada de sorprendente, sino que corresponde al desarrollo natural de la trama. ¿O acaso el mundo de Korra no es otro, un mundo más avanzado en tecnología y formaciones humanas? ¿No se nota incluso en los amigos no humanos que, de entrañables y fundamentales en la historia de Aang, se transformaron en mascotas en la era de Korra? Es posible. Sin embargo, la manera en la que, justo en el momento necesario, aparece una nueva habilidad, de la que no había antecedente alguno, en espectadores como yo genera suspicacias. 


A pesar de todo, la leyenda de Korra tiene también su parte interesante, sus grandes aciertos. El entorno steampunk en el que se desenvuelve la historia es en sí mismo uno de sus mayores atractivos. También lo es el relato del nacimiento del avatar como intermediario entre lo material y lo espiritual, guardián del equilibrio. Quizá, sin embargo, lo más interesante sean las encrucijadas políticas en las que se encuentran tanto las cuatro naciones como la ciudad que las engloba a todas. 


Y es que esta segunda serie se hace una pregunta inevitable: ¿qué ocurre después del final? O, como diría una compañera de un proyecto universitario, ¿qué pasa al día siguiente de ganada la revolución? ¿Acaso los problemas se resuelven de un momento a otro, de una jornada a otra? ¿O surgen nuevos conflictos, nacidos de la nueva forma de organización, del nuevo camino trazado? ¿Esas luchas son legítimas o, por poner en riesgo lo conseguido, habría que detenerlas lo más pronto posible? ¿O sería más conveniente escucharlas, observarlas, para recuperar lo que de ellas podría generar una vida mejor?


Una anciana Toph lo dice más claro que el agua: las luchas por la igualdad, el balance y la libertad son legítimas. El problema de todas esas revueltas era el mismo: el desequilibrio propio de quienes las enarbolaban. 


En Korra, además, surge otra pregunta, una muy importante para cualquier proceso político o de cambio: aquella que se interroga por la potencia corruptora del poder. Tal es el caso de la última antagonista: Cavera, quien, en su afán de unificar la nación de la tierra, comienza una empresa que pronto se revela como vil conquista. Y como ocurre con toda conquista, se basa en el dominio y la opresión de los pueblos conquistados y la destrucción de quienes se resisten. 


Este último escenario es interesantísimo, sobre todo para quienes –en consonancia con el anarquismo– suelen pensar en lo terriblemente seductor  y problemático del poder. Pero también es interesante pensado ya no en relación con lo colectivo, sino con la propia persona. ¿O acaso no existe en tod@s nosotr@s una semillita de deseo autoritario, tentada a imponer ideas, visiones y formas de vivir en el mundo?


Al final de cuentas, las dos leyendas de avatar, la de Aang y la de Korra, tienen algo más en común: son espacios para pensar en torno a lo político y a lo que cada persona, por pequeña que sea, puede hacer en y por el mundo, para el mundo. Y por eso, aunque me guste más la primera (por lo redondo del relato, la profundidad de los personajes, el uso adecuado del humor), me es imposible elegir una sobre la otra. 





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