Con camisa o sin camisa, he ahí el dilema

Cuenta Carlo Ginzburg, historiador mejor conocido por El queso y los gusanos, que durante la época de la caza de brujas en Europa había en Italia cofradías de benandanti, curanderos pueblerinos protectores de las cosechas. 

A estos personajes se los reconocía en el momento de su nacimiento, pues nacían "con camisa", cubiertos por el líquido amniótico. Así, su destino quedaba sellado desde su arribo al mundo: una vez crecidos, recibirían el llamado del capitán de la cofradía en su región para acompañarlo a combatir a las brujas con ramas de hinojo durante cuatro noches al año. Si los bendandanti ganaban, la cosecha sería vasta; si no, la temporada sería mala para el campo.

Durante siglos, los benandanti insistieron en el carácter bondadoso, comunitario, de su tradición. Así fue hasta que, por la influencia necia de los inquisidores, en los pueblos de la región friulana, ubicada al noreste de Italia, la frontera entre hechiceros, brujas y su contraparte benandante se hizo cada vez más difusa. Si al principio los bendandanti se autodenominaban "guerreros de dios", algunos siglos más tarde narraban, en lugar de combates espirituales a los que asistían montados en ratones y mariposas, grandes festines orgiásticos alrededor de la silla donde se sentaba "un hombre grande" al que las brujas "le besaban la cola". Al final, la tradición de estos brujos buenos quedó en el olvido, oculta entre los restos de archivos e investigaciones inquisitoriales, donde el historiador italiano encontró rastros, huellas, que delataban su paso por el mundo.

Los bendantanti, libro donde Ginzburg narra aquella historia con base en testimonios de los acusados de serlo, es una obra no sólo interesante, sino también conmovedora. Y lo es más para alguien que se ha dedicado a la lectura de otro excavador de la historia: Walter Benjamin. Y más aún, si es posible, para quien de improviso vislumbra un chispazo de identidad inesperado entre las líneas testimoniales. Y es que Guidarello Guidarelli, quien da nombre a una parte de mi apellido paterno, murió –según se dice– por pedirle a un amigo que le devolviera una camisa...

Hasta ahora, esta había sido una anécdota extraña de esas que contaba mi tío, italiano emigrado a México de joven, como mi padre. En realidad la escuché de su boca cuando se la contaba a alguien más, pues nunca antes me la había relatado. 

Guidarello Guidarelli, cuenta el relato, era un mercenario al servicio de César Borgia. Era tan diestro con las armas que se lo describía como “un Catón en tiempos de paz, un Marte en la guerra”. Durante años se pensó que había sido asesinado por órdenes de su comandante, pues fue descubierto como doble agente del papa y de la Serenísima República de Venecia. Sin embargo, tiempo después se descubrió otra posible causa de su muerte... 

Resulta que al tal Borgia le encantaban las mascaradas y los carnavales. Para asistir a una de ellas, Guidarello le prestó a un amigo, Virgilio Romano, “una camisa a la española, bellísima de trabajos de oro”, y cuando fue a pedírsela de vuelta, en lugar de la camisa, recibió una herida de muerte. Moribundo, lo llevaron a un palacio de nombre Bissini, donde murió algunos días más tarde. En su testamento, dejó dicho que llevaran su cuerpo a Ravena, lugar del que era originario. Y allí yace ahora, bajo una lápida esculpida con su figura. 

Se dice que la lápida es tan bella que muchas mujeres la besaban en los labios, unas con la esperanza de casarse pronto, otras para tener un hijo tan hermoso como el caballero retratado. Llenos sus labios de restos rosados y carmesí, al final se decidió cubrir la estatua con una cúpula de cristal, para protegerla. 

Y así acaba la leyenda de Guidarello Guidarelli, quizá no benandante, pero, como aquellos magos buenos,  con su destino sellado también por una camisa. 



Comentarios